Encarga el libro, joder

Tengo un recuerdo nítido aunque no recuerdo mi edad entonces, imaginemos que era 1995 y tenía yo 8 años. Mi padre, que no era un lector voraz pero que compraba libros y se rodeaba de ellos, encargaba varios títulos en la librería Luma ahora ya extinta, en la Plaza Grande. Pedía, el librero anotaba en una libreta todo dato que Najarro le facilitaba, y le decía que se fuera pasando para saber cómo iba su encargo. ¿En qué momento empezamos a ver como mala distribución que hubiera que encargar un libro?

La distribución de libros en España es un tema realmente complejo, y no hablo en sí de la logística, como por ejemplo sería el caso de Chile, sino de la cadena de actores, costumbres, peculiaridades propias del sector… Por ejemplo, en la relación del distribuidor con la librería entran diferentes condiciones: porcentaje de descuento, pedido mínimo para que los gastos de envío corran por parte del distribuidor, crédito de la cuenta, plazos para el pago, devoluciones gratuitas o no y cuántas al mes… Y otras tantas que me dejo. Es decir, si un distribuidor le diese un buen porcentaje a la librería, tuviera un pedido mínimo bajo y condiciones favorables para el pago y devoluciones, ¿no debería la librería estar contenta? Pues depende, porque en estos tiempos donde las prisas de Amazon llegan incluso a los que lo tratan de enemigo, a veces se prefiere un descuento y condiciones peores con tal de que el pedido llegue antes. Y sí, para mí las librerías son responsables de muchos de lo males que las acechan y que ellas mismas critican. De verdad que hay mucha miga aquí y podría escribir durante horas, pero por resumir, que los libros de una editorial pequeña no estén físicamente en las librerías, depende en el mayor de los porcentajes de libreros y libreras. En algún punto puedo excusarlos, sobreproducción, falta de tiempo, tener que vender para vivir… Lo que no les salva de que podrían hacer un pelín más, ¿creéis que no es frecuente que tras la presentación de un libro que incluso ha vendido un montón ese día decidan no quedarse ni una mísera copia y devolverlos todos? Retomando el hilo, dadas las circunstancias, si un título no está físicamente en las estanterías pero puedes encargarlo y te dan un plazo de entre 48h y una semana para tenerlo, ¿es mala la distribución?

Me decía un editor de poesía, de una editorial estupenda y que tiene una de las distribuidoras que todo editor desea, que tenía miedo del día que dejara de publicar y vinieran todas las devoluciones. Os explico por si no lo sabéis. En España los libros deben tener un precio fijo sin importar dónde se vendan, un modo de ayudar a las librerías independientes o de barrio. De manera que en el sector se da la posibilidad de comprar libros, facturarlos y después, si no se venden, devolverlos. Esto no implica un retorno real del dinero que la librería pagó al distribuidor y que este pagó al editor, sino que queda un crédito que se suple con las próximas novedades, de manera que hay una rueda en la que mientras se siga publicando, la deuda va y viene. Así funcionan también los grandes grupos, que obviamente venden, pero que aumentan su facturación de este modo, por ejemplo para fechas de grandes ventas, como navidades. Para esto también hay que hacer una determinada tirada aunque el libro tenga una proyección menor, y los ejemplares llegan a librerías que nunca los venderán porque no es un título para el perfil de sus clientes. ¿Es buena distribución que un libro esté en el máximo de librerías aunque después lleguen las devoluciones? Parece una tontería, pero la impresión y la logística contaminan, lo digo por el halo de pureza del que alardean las gentes del mundo del libro. ¿No sería una mejor distribución menos librerías y más comprometidas con el título que tienen que vender?

Sé que el problema de mi texto es que es demasiado general, y editoriales hay de su padre y de su madre, géneros que funcionan diferente y circunstancias mil. Lo que vengo a poner sobre la mesa es justo lo que falta en las mesas de novedades. Y sumo, aunque una editorial pequeña consiguiera que alguno de sus títulos estuviera un par de semanas visible en una librería, el porcentaje de gente que lo compraría por esa visibilidad, minúscula visibilidad, sería pequeñísimo. Aquí no hablo de editoriales independientes potentes o grupos, porque ellos sí que se juegan con esa visibilidad que sus libros sean el regalo para alguien, es decir, si una persona entra en una librería buscando un libro para regalar y le suenan dos o tres, el vendido será del que haya stock. Las editoriales pequeñas tienen su lucha en hacer red, en que un título llame lo suficiente la atención de un lector o lectora para que decida dar el paso y ver si en su librería de confianza lo tienen y si no, encargarlo, o buscarlo en google y elegir una de las cientos de plataformas online que lo venden, incluidas librerías.

Ayer un amigo me decía que los dueños de su librería le habían preguntado cuáles eran los distribuidores que llevaban las editoriales que más vendían en la Feria del Libro de Madrid por si tenían que pagar tarde a alguien que no fuera a ellos; vamos, que si tienen que dejar de pagar a alguien será a las distribuidoras con editoriales de menor peso en las ventas.

Como editor me esfuerzo cada día para que nuestros libros lleguen al mayor número de librerías posible, creo que es importante, ahora bien, también creo que no radica en esa presencia física el éxito de un título, hay libros en impresión bajo demanda que venden decenas de miles de copias. Y a los que compráis libros os digo, ¡a tomar por culo las prisas!

Santísima fe

Me he tomado demasiado en serio lo de ser editor. Me miré tanto rato con la lupa de la pureza que salí ardiendo, como el sacerdote que de tan metido en su oración no se dio cuenta de que su túnica ardía.

Un trabajo, nada más, me digo. Un trabajo donde nadie morirá si te equivocas. Sarah me manda cafés del mundo, granos ecológicos escogidos con mimo, tueste artesanal. Rafa me trae merkén del país largo y lejano que tanto añoro. Los dos me agradecen la publicación de su libro, el mimo y la eficacia, igual que los médicos de pueblo reciben bombones y flores por su buen diagnóstico.

Yo quise ser Jorge Herralde, Chus Visor, Manuel Borrás, Esther Tusquets. Tuve un altar y una inocente fe. Y resulta que la alegría no necesitaba escalones, me susurro mientras leo que una autora quiere reincidir.

Contemplar las montañas, escuchar los árboles. Ver como Luna crece, esperar la llegada de Luka. Afianzar que mi próximo libro, sí, eres poeta, me insisto, me lo autopublicaré, porque como en el miedo, nadie mejor que yo me conoce.

Quiero volver a ser yo

Desde hace más de un año la única música que escucho es rap, Residente, SFDK, Kase.O o las improvisaciones de Sara Socas suenan todo el rato cerca de mis orejas, es más, diría que últimamente la poesía que más me interesa es la que ellos escriben.

Dedicarme a la edición de manera profesional, es decir, cobrando un sueldo, me ha provocado un dolor regular en las mandíbulas, y lo digo de verdad, de tanto apretar los dientes de manera continua termino con un malestar —a ratos insoportable— que me llega hasta la cabeza.

Escribo poesía porque necesito decir la verdad, porque creo que la honestidad es lo único que puede salvarnos de nosotros mismos. Pero vivir en un sistema capitalista me pone todo el rato contra las cuerdas, la mayoría de veces contra mis cuerdas vocales.

El verano pasado terminé en el hospital, justo un día después de coger vacaciones. Parecía una posible angina de pecho, pero tras las pruebas se comprobó que mi corazón estaba perfecto. El cardiólogo me dijo que no sabía a qué se debía el dolor sordo en el brazo izquierdo, la dificultad al respirar, el dolor en la espalda que me obligaba a tumbarme. La gente que me quiere tenía claro que se debía a las palabras que no había dicho, aunque ellos y ellas lo llamaron «estrés».

Hay un ensayo de Auden en el que cuenta lo difícil que es explicarle a la población de un país que aunque entiendan las letras y el idioma de un periódico ello no implica que puedan escribir un poema. Intenta explicar esto en cualquier eslabón de la cadena del libro.

Ay, si yo fuera rapero.

Mejor poeta que editor

Cada vez llevo peor las presentaciones de libros. No que tú y ella las hagáis, o que las haga el otro. Lo que se me hace cuesta arriba es ser el «editor», que tras el aplauso vengan a mí a felicitarme, a pedirme el contacto, a comentar que hace frío o que la física moderna niega tal asunto. Las cervezas de después para hablar del mercado del libro, de las dificultades, de las heroicidades, como si yo supiera algo más de lo que sé.

A veces alguien comenta que yo también soy poeta, y se abre una pequeña brecha donde aprovecho para abrazar a algún amigo, para imaginar que el hoyuelo de aquella sonrisa es un lago donde lavarme la cara o para ir al baño, a mear o a llorar. Echo de menos cuando nos leíamos poemas y conversábamos horas sobre literatura, que era conversar sobre nuestras necesidades.

Intento hablar de recetas, de que siempre quise tener una novia argentina, de que el bambú tiene rizoma o de que mi hija pronuncia la «j» como yo, pero vuelven la recepción de manuscritos, el papel ahuesado y la sobreexplotación de las mesas de novedades. Acabo de leer mi último libro y, joder, soy mejor poeta que editor, pero tú no lo sabes.

La construcción del poema

Hace muchos años, cuando presumía de pelazo, leí que Emily Dickinson decía que sabía que algo era poesía cuando sentía físicamente que le levantaban la tapa de los sesos. Para qué engañarnos, no tengo ni idea de si realmente alguna vez pronunció o escribió estas palabras, nunca lo contrasté porque es la típica cita que siempre me saca de un apuro y conocer la verdad alargaría la anécdota.

Llevo escribiendo poemas desde hace 18 años. Se van generando solos en mi cabeza y me esperan hasta que en un determinado momento decido sacarlos y corregirlos. Pero hace poco un poema cayó de mi cabeza a mi garganta, y de ahí se escurrió hasta el pecho. Por primera vez no fui yo quien decidió sacarlo, él quería salir, y no me dejaría dormir hasta que lo hiciera. Y así ocurrió.

Cuando comienza el proceso de escritura, física, quiero decir, cuando el poema queda escrito, su vacío permite la aparición de uno nuevo en mi cabeza. Sin embargo, el del pecho ha dejado su marca definida, como el estuche de un violín, con su forro rojo. No sé si para volver o para que no olvide que estuvo ahí.

El trabajo de los demás

He tenido que devolver a imprenta tres novedades editoriales porque todos los ejemplares traían mal la encuadernación. Será el operario, alguna máquina o el calor de agosto. Van a resolverlo y los libros estarán a la venta en la fecha establecida, en septiembre. Me han jodido en tiempo y sudores, pero los libros estarán.

Leo en Twitter una broma de una librera que tras regresar de vacaciones se encuentra con que uno de los primeros libros que le solicitan es uno de Paulo Coelho. Estoy tentado de preguntarle si realizó la venta, quiero decir, si tenía el libro en stock. Porque de ser así, yo no entendería la broma.

El operario de la imprenta, la máquina o el calor de agosto no comprenden que el libro tiene que quedar lo mejor posible porque el comercial que lo va a presentar en librerías no tiene ni puta idea de literatura, y el librero que lo escuchará cree saber más de lo que sabe, y un libro bonito tiene más posibilidades que uno feo (exactamente igual que ocurre con los y las poetas).

Las librerías se han convertido para mí en una obsesión, porque igual que al partido político al que voto le exijo más que al que no voto, a las librerías les pido más que a Amazon, les pido corazón, sensibilidad, tacto, todo lo que el robot de Bezos no puede dar. Y unos libros encuadernados dos veces bien se merecen que alguien los abra.

Endogamia

¿Cómo explicarle a alguien cuyo pensamiento nunca fue arado por el ritmo del lenguaje que ser poeta no es una afición? ¿Cómo explicarle a tu pareja no-poeta que no ocultas nada, que bastaría con que leyera tu último libro? ¿Cómo explicarle a tu familia que un poema es ficción y es verdad, que eres y no eres tú, que podría ser que estuvieras cayendo del acantilado o llegando a él después de la caída?

Los poetas tenemos amigos poetas porque entre nosotros sabemos que no coleccionamos libros, sino lecturas. Entendemos sin explicación que el poema es solo un módem, un repetidor wifi, que la poesía es lo de antes y lo de después; que junto con la luz vienen las palabras, es decir, la luz que rebota —y da forma y color a los objetos— no va sola, lleva imantado un idioma.

Entre los poetas no se generan silencios incómodos porque el silencio forma parte de nuestra comunicación, y en caso contrario, en caso de que el silencio se expanda hasta el daño, podemos hablar maravillas de un poeta muerto, o podemos hablar pestes de uno vivo. O contar cada uno sobre su nuevo proyecto mientras los otros aún escuchan la nada.

¿Cómo explicarle a un amigo no-poeta que no puedes explicarle tu poema? ¿Cómo explicarle a alguien que escribe poemas —y te las enseña, sus «poesías»— que no es poeta? ¿Cómo explicarle a un cantautor que no es envidia lo que se tiene al conocer las ventas de su libro, sino desesperanza y tristeza?

Poetas del mundo, qué mal y qué bien me caéis.

Qué es un libro

En general, mis temas favoritos para hablar son la edición y el jamón ibérico, a veces se cuelan también el café y la literatura. Desde hace un tiempo vienen —a hombros de mis neuronas más fuertes— chocando en mi cabeza distintas conversaciones que he mantenido con amigos y amigas, publicaciones de gente del sector en redes sociales, comentarios de gente ajena a la edición sin idea pero que me han servido para reflexionar. Voy a centrarme solo en lo que atañe a la publicación de poesía y evitaré dar nombres, aunque este texto lo lean los cuatro gatos de siempre, porque no quiero que mis palabras sirvan de armas arrojadizas, para ello escribo poemas, que de la misma manera solo leen esos cuatro gatos.

El ego de los y las poetas es un animal peligroso que sabe camuflarse bien entre las buenas intenciones, tomar el color de la ética, la textura de las buenas prácticas. Los y las poetas no comprenden cómo ninguna editorial quiere publicarlos, y si se juntan dan verdadero miedo, criticando a otros del gremio —¿he dicho gremio?— o a editoriales de fama reconocida, sin asumir que se mueren por publicar allí y sin darse cuenta de que sus poemas son igual de malos o peores que aquellos sobre los que vierten su ira. Hablan de ventas y contactos, como si hasta entonces hubieran vivido ajenos y ajenas al sistema capitalista que nos ordena. Yo me pregunto, «¿Qué quieren?».

Un amigo me dice que si tuviéramos que elegir el eslabón más débil dentro del sector del libro, sin ninguna duda estaríamos hablando de los autores y autoras, que son los que ponen la obra y solo se llevan el 10% en derechos, que hay que profesionalizar el sector con mejores prácticas, etc, pero él no vive de su editorial, de su trabajo. Otro amigo, que tampoco vive de su editorial sino de su plaza de funcionario, se asombra de que ciertas editoriales hayan decido publicar a Mengana o a Fulano solo por las ventas. Podría seguir con el que se cabrea con el distribuidor, con la prensa, y así hasta infinito, aunque tengo que parar para decir que ninguno vive de su editorial.

Fundé Ártese quien pueda Ediciones decepcionado con el sector. Éramos un proyecto sin ánimo de lucro donde el dinero iba solo para imprenta, nadie cobraba, le dábamos en libros, eso sí, el 10% de la primera tirada y de las sucesivas reimpresiones a los autores y autoras de la casa. Todos los libros de poesía costaban 5 euros. Yo trabaja los fines de semana disfrazado de caballero en las ferias medievales de Catalunya, vendiendo arcos, ballestas, espadas y más y más. Siempre supe que no transformaría Ártese en una empresa que me pagara un sueldo, y por eso ya no existe, como tantas y tantas editoriales de poesía pequeñas, que van y vienen, sustituyendo unas por otras por los siglos de los siglos.

Yo me pregunto, «¿Qué quieren? ¿Qué es un libro?». Una amiga me dice que para ella el hecho de que publiquen su libro en una editorial sin tener que poner dinero es una muestra de validación. Otra amiga me dibuja dos rayas, «De aquí para abajo, son poetas de mierda; de aquí para arriba, genios; entre ellas estamos casi todos». Un amigo me dice que él arriesga cuando puede, pero que su editorial no es una fundación. ¿Valida el editor o la editora? ¿Validan el mercado y las ventas? ¿Validan los lectores y las lectoras? ¿Pintan algo los periodistas y críticos? Leo en Facebook a un editor de poesía —que tampoco vive de ello— el impulso tan bueno que le supone cuando el poeta compra ejemplares. Para que mi segundo libro se publicara en Vitruvio tuve que comprar 60 libros con un descuento de autor del 40%. Ahora me parece que no estuvo tan mal tener que comprarlos, que en cierta medida era la única forma para que la publicación de mi libro fuera viable, pero sí que me dura un sentimiento de engaño por la falta de información y comunicación en todo el proceso.

En mi pueblo —no en el municipi per la independència en el que vivo— es decir, en Zafra, veo que en la librería La Industrial hacen muchas presentaciones de libros publicados en Círculo Rojo, una editorial de autoedición cuyo trabajo he seguido por pura curiosidad y que hasta el momento me parece bastante honesto. Recuerdo a un chófer peruano que me contó lo que le había costado conseguir aquel coche, acostumbrarse a hablar en español cada día en lugar de en quechua, y el orgullo que sentía de que todo el que pasara por su auto supiera cómo se llamaban sus hijos, por eso había puesto sus nombres en la luna delantera. Pensé que ni mi mejor poema estaba a la altura de aquello.

«¿Qué quieren? ¿Qué es un libro? ¿La pureza?». Las nuevas tecnologías de impresión han permitido que sea muy fácil crear una editorial, los costes de entrada son bajísimos y muchas y muchos se tiran a la piscina con esa ilusión. El aprendizaje, sin embargo, sigue exigiendo sus tiempos y costes. Amazon deja que subas tu libro a su tienda gratis, y si alguien lo compra, entonces se imprime. Puedes crear un blog, o una web, gastando poco o nada, y subir tus poemas para que la gente los lea. Las editoriales grandes que no habían prestado atención a la poesía no crean éxitos de venta por su capacidad de marketing y posicionamiento, son los y las poetas que lo petan en Instagram los que consiguen que sus cifras suban y que el género —¿he dicho género?— ocupe más espacio en las librerías.

Pretendemos tratar a los libros de poesía como un bien de primera necesidad, pero este bien es la poesía, no el libro.

Ana es un palíndromo y así se llamaba mi profesora de piano

Siempre he tenido muy buena capacidad para engañarme, para autoconvencerme. Aún recuerdo los miércoles de mi adolescencia, ya de noche metido en la cama, calculando el tiempo del que dispondría al día siguiente para ensayar la obra de piano antes de presentársela a mi profesora, en la tarde del jueves.

Después de aquello, durante toda la universidad, las partituras fueron apuntes, y la noche previa al examen tenía que meterme entre pecho y espalda las 900 páginas de Derecho Procesal que ni había olido antes.

Sin embargo, hace tiempo que no soy capaz de mentirme, y si lo intento, un crujido doloroso — ¿un piano roto?— me recorre las vértebras y he de parar. Me repito muchas veces lo que mis padres jamás se han cansado de decirme, «Hijo, a nosotros lo que nos importa es que seas buena persona».

Tiene sus cosas buenas esta sinceridad propia, por ejemplo, aceptar que que no alcanzaré el pódium en la literatura, que mi cuerpo es feo pero gracioso. La parte mala es cuando conozco la verdad y solo puedo pronunciarla en silencio, porque quien está enfrente necesita que simule que toco el piano como los ángeles.

Ay, la amistad, ese animal

Con frecuencia me ha pasado considerar que alguien era amigo, amiga, para después darme cuenta que debí callar más, puesto que no había amistad, tan solo un simple encuentro en un espacio y tiempo, un apretón de manos donde las líneas no se juntan, no se enfrentan ni se adaptan, solo se rozan, así, sin importancia, como dos muslos gruesos en la rutina de caminar. Esto me ha ocurrido mientras estudiaba y en el trabajo y no me arriesgo a decir que en las clases preparto porque allí ya venía de vuelta, ¡iba a ser padre! Pero me entendéis (¿sois varios?).

Ahora, a veces, recibo corazones en Facebook e Instagram que no deseo, no por desagradecido, sino porque después me tocará a mí mostrar el mío, darlo rojo y desnudo en un click, que se sepa que no soy uno de esos que da un simple pulgar cuando recibió un órgano tan importante. Que si poetas, que si amigos y amigas de la infancia, que si mi padre o cualquier desconocido que vete a saber por qué tiene interés en este que escribe, no en lo que escribo.

Peor lo paso en la faceta de editor, ya que en la mayoría de los casos termino por sucumbir a la amistad con autores y autoras, y como quien monta una protectora de animales porque no puede con el sufrimiento de esos pobres animalillos, me los llevo a mi casa, a mi cabeza, a dormir conmigo. Y yo, animal sediento de caricias, poeta sediento de caricias, solo querría una relación de desprotegido a desprotegido, tener un editor común y culpable de nuestras penas a quien poner a parir en voz baja y a gritos.

Por lo demás, bien, Luna ya ha comenzado a bailar.