He tenido que devolver a imprenta tres novedades editoriales porque todos los ejemplares traían mal la encuadernación. Será el operario, alguna máquina o el calor de agosto. Van a resolverlo y los libros estarán a la venta en la fecha establecida, en septiembre. Me han jodido en tiempo y sudores, pero los libros estarán.
Leo en Twitter una broma de una librera que tras regresar de vacaciones se encuentra con que uno de los primeros libros que le solicitan es uno de Paulo Coelho. Estoy tentado de preguntarle si realizó la venta, quiero decir, si tenía el libro en stock. Porque de ser así, yo no entendería la broma.
El operario de la imprenta, la máquina o el calor de agosto no comprenden que el libro tiene que quedar lo mejor posible porque el comercial que lo va a presentar en librerías no tiene ni puta idea de literatura, y el librero que lo escuchará cree saber más de lo que sabe, y un libro bonito tiene más posibilidades que uno feo (exactamente igual que ocurre con los y las poetas).
Las librerías se han convertido para mí en una obsesión, porque igual que al partido político al que voto le exijo más que al que no voto, a las librerías les pido más que a Amazon, les pido corazón, sensibilidad, tacto, todo lo que el robot de Bezos no puede dar. Y unos libros encuadernados dos veces bien se merecen que alguien los abra.