Cada vez llevo peor las presentaciones de libros. No que tú y ella las hagáis, o que las haga el otro. Lo que se me hace cuesta arriba es ser el «editor», que tras el aplauso vengan a mí a felicitarme, a pedirme el contacto, a comentar que hace frío o que la física moderna niega tal asunto. Las cervezas de después para hablar del mercado del libro, de las dificultades, de las heroicidades, como si yo supiera algo más de lo que sé.
A veces alguien comenta que yo también soy poeta, y se abre una pequeña brecha donde aprovecho para abrazar a algún amigo, para imaginar que el hoyuelo de aquella sonrisa es un lago donde lavarme la cara o para ir al baño, a mear o a llorar. Echo de menos cuando nos leíamos poemas y conversábamos horas sobre literatura, que era conversar sobre nuestras necesidades.
Intento hablar de recetas, de que siempre quise tener una novia argentina, de que el bambú tiene rizoma o de que mi hija pronuncia la «j» como yo, pero vuelven la recepción de manuscritos, el papel ahuesado y la sobreexplotación de las mesas de novedades. Acabo de leer mi último libro y, joder, soy mejor poeta que editor, pero tú no lo sabes.