Ay, la amistad, ese animal

Con frecuencia me ha pasado considerar que alguien era amigo, amiga, para después darme cuenta que debí callar más, puesto que no había amistad, tan solo un simple encuentro en un espacio y tiempo, un apretón de manos donde las líneas no se juntan, no se enfrentan ni se adaptan, solo se rozan, así, sin importancia, como dos muslos gruesos en la rutina de caminar. Esto me ha ocurrido mientras estudiaba y en el trabajo y no me arriesgo a decir que en las clases preparto porque allí ya venía de vuelta, ¡iba a ser padre! Pero me entendéis (¿sois varios?).

Ahora, a veces, recibo corazones en Facebook e Instagram que no deseo, no por desagradecido, sino porque después me tocará a mí mostrar el mío, darlo rojo y desnudo en un click, que se sepa que no soy uno de esos que da un simple pulgar cuando recibió un órgano tan importante. Que si poetas, que si amigos y amigas de la infancia, que si mi padre o cualquier desconocido que vete a saber por qué tiene interés en este que escribe, no en lo que escribo.

Peor lo paso en la faceta de editor, ya que en la mayoría de los casos termino por sucumbir a la amistad con autores y autoras, y como quien monta una protectora de animales porque no puede con el sufrimiento de esos pobres animalillos, me los llevo a mi casa, a mi cabeza, a dormir conmigo. Y yo, animal sediento de caricias, poeta sediento de caricias, solo querría una relación de desprotegido a desprotegido, tener un editor común y culpable de nuestras penas a quien poner a parir en voz baja y a gritos.

Por lo demás, bien, Luna ya ha comenzado a bailar.

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