No hay mejor sitio para hablar del fracaso que la web personal de un fracasado, puesto que al hacerlo así, el fracaso seguirá su curso en un texto que no leerá casi nadie.
Hace aproximadamente un año, en un café de Barcelona, hablaba de lo mismo con David Aceituno, un tipo que lo peta con libros infantiles —aunque él dirá que es por la fama de los ilustradores y las ilustradoras con los que trabaja—. Pero David es poeta, y son sus libros de poemas los que deberían venderse por decenas de miles. Los dos nos reímos. Hablamos de sentirnos fracasados, un poco en general, mucho en el ámbito poético. El general lo podíamos justificar en el relato, y pongo un ejemplo:
Mientras estudiaba las carreras, en uno de los viajes a Zafra, me encontré con una compañera del colegio, de las que peores notas sacaba. A mí lado, dos amigos, Pedro y Vicente, a los que nunca vi con menos de un 9. El caso es que ella nos contaba con la cabeza alta que vivía en Estados Unidos y que trabajaba en un programa de radio para latinos. Los tres, Pedro, Vicente y yo, nos quedamos fascinados. En mi caso sentí que yo era un mierdas que solo sabía jugar bien al mus, que perdía el tiempo en la cafetería del campus mientras ella estaba en otro país ganándose el pan. Tras esto supe que aquel programa de radio era solo por internet, que no le pagaban, y que lo de Estados Unidos era por su pareja, nacional gringo. La manera de narrar hace la vida de uno.
Retomando el fracaso poético, David y yo coincidíamos en sentirnos un poco aislados, y nos daba pudor porque quién nos aseguraba que nos merecíamos más atención, ya sabemos que el ego de los poetas es el órgano más grande de todos los mamíferos terrestres. Incluso en este punto, me sentía más fracasado que Aceituno, sus libros los había publicado Olifante con una calidad exquisita, con prólogos de Gonzalo Torné y Luna Miguel, y en pequeños círculos yo había oído su nombre, y los títulos de sus libros, y siempre con palabras elogiosas. ¿Y qué tenía yo? ¿Habría alguien hablado de alguno —aunque solo uno fuera— de mis versos?
Cuando di por terminado mi último libro, No supo Victor Frankenstein ser madre, estaba tan satisfecho con el trabajo que no me importaba el fracaso. Me moría de ganas de que Elena Medel lo leyera y con suerte pasara a formar parte del catálogo de La Bella Varsovia. Cuando Elena me dijo que no estaban recibiendo manuscritos, comencé a pensar un poco en el fracaso. Después le escribí a José María Cumbreño, pero tampoco hubo hueco en Liliput. Aquí el fracaso volvía a tener su consistencia. Dado que en las dos únicas editoriales donde me apetecía publicar estaba imposible, y tras hablar con Eleonora Finkelstein, decidí sacarlo en Ærea, el sello de poesía de RIL, editorial para la que trabajo. Nuestro catálogo es maravilloso, pero nadie apostaba por el libro porque yo estaba detrás de todo el proceso. Fracaso.
El caso es que esto no es un llanto, sino la aceptación necesaria para vivir tranquilo. Los fracasados no escribimos tan mal, carajo.