Hay una escena de mi vida que cuento con frecuencia, quizás por lo bien que quedó rodada. Falto de todo conocimiento e impulsado por ver que una igual lo había hecho, decidí autoeditarme mi primer libro, La Vespa amarilla. Yo tenía 21 años, una hermana mayor con dinero que prestar y sabía de una imprenta. Ahorraré los detalles, el caso es que el libro salió de la imprenta con papeles diferentes a los acordados, sin solapa y sin un mísero hendido de cortesía. A las 2 y 40 de la madrugada mi madre encendió la luz del salón —antes totalmente oscuro— y me encontró con uno de los ejemplares en la mano, abierto, delante de mí; yo la miré y le dije: quemadme con los libros.
Lo de autoeditarse siempre ha estado mal visto dentro del «mundillo» (la gente ajena a él lo valora igual). Entiendo que es un tema de validación, pero hoy, que el grupo editorial más importante en español solo publica autores con decenas de miles de seguidores en diferentes redes sociales, y que esto poco a poco va calando hacia abajo, que el ritmo de publicación deja poco margen para la reflexión, que hay más facilidad para saber lo que funciona al otro lado y simplemente hay que comprar los derechos, ¿por qué, quién, qué valida un texto?
Con el segundo libro me pasó algo también fruto de mi desconocimiento. Resulta que un editor había comprado La Vespa amarilla en la librería donde trabajaba un amigo. Resulta que mi igual, la que se había autoeditado su libro (aunque no lo reconociera) iba a sacar uno nuevo en la editorial de ese editor. Y resultó que nos conocimos y El extraño que come en tu vajilla se publicó. El caso es que en el contrato ponía que la tirada iba a ser de 1.000 ejemplares, que se iba a distribuir por las librerías de España y que habría ejemplares para prensa. Yo tuve que comprar 60 libros —con un descuento, eso sí— para que la cosa funcionase. Con suerte el tipo imprimió 100 copias, las que yo compré y algunos para la presentación; si le preguntaba por las librerías, me decía que le dijera a la gente que lo compraran en la Casa del libro; cuando me entregó mis ejemplares me dio un par de listas de poetas y críticos a los que podía mandarles el libro. Yo no sabía de la impresión digital, que no tenían distribuidora y que ningún poeta o crítico me iba a hacer caso habiendo publicado el libro ahí.
Aunque no lo parezca, esto es un alegato a favor de las editoriales de autoedición. Si hay transparencia y honestidad, claridad e información, si se paga un servicio y se hace bien, ¿qué juzgaríamos con el martillo en la mano?